EL CONFLICTO ENTRE CULTURA E INTELIGENCIA ES UN DILEMA ETERNO.
Sin embargo, la obra y vida de Samuel Beckett nos pueden dar una brizna de luz.
“Ser culto” y “ser inteligente” se consideran estados distintos del intelecto. Uno se refiere a la “cultura” que posee una persona y el otro tiene connotaciones un tanto más científicas, como una característica casi fisiológica que puede medirse y cuantificarse.
Así, alguien es culto por los libros que ha leído y recuerda, por la calidad de su vocabulario, por las películas que ha visto e incluso por los viajes que ha realizado. Culto es aquel que se ha cultivado, como un campo, para obtener para sí los mejores frutos de la civilización. Desde una perspectiva en la que se combinan los proyectos más ambiciosos de Occidente —de los valores de la antigüedad clásica al humanismo del Renacimiento, el cristianismo y la Ilustración—, una persona culta también es compasiva, empática, solidaria, amable y quizá hasta sabia. En pocas palabras, hay toda una corriente de pensamiento que ha defendido que el ser humano se vuelve tal sólo gracias a la cultura.
La inteligencia, por otro lado, se ha pensado y estudiado sobre todo como una cualidad inherente al hombre como especie. Nuestra inteligencia es resultado de la evolución y, por lo mismo, todos los individuos la tienen. Desde un punto de vista científico, la inteligencia explica que seamos capaces de leer o ver una película, pero también sumar o restar cantidades, y que podamos manejar un automóvil o atrapar una pelota.
Curiosamente, por razones que no son del todo claras pero quizá se
expliquen por el clasismo de ciertas sociedades, en ciertas
circunstancias la cultura y la inteligencia pueden aparecer enfrentadas.
Dado que la cultura se convirtió en un bien asociado a las clases
privilegiadas —la nobleza o la burguesía, por ejemplo—, también se ha
utilizado como una suerte de discriminador, una forma de distinguir
entre una persona que tuvo acceso a dicha cultura —a ciertos libros,
ciertas escuelas, ciertos viajes— y otra que no. Cuando la cultura se
usa de esa manera, es previsible que se convierta en una categoría
deleznable.
De ahí que surja entonces el “ser inteligente” como
una especie de defensa: quizá no todos seamos cultos, pero
indudablemente todos somos inteligentes. Para algunos no tener cultura
se compensa con el hecho de, por ejemplo, poder resolver problemas con
facilidad, o vivir con sencillez, sin crearse esos laberintos absurdos
en los que a veces se mete la gente culta.
Sólo que ninguna
categoría es mejor que otra. Desafortunadamente, es cierto que tanto la
cultura como la inteligencia están relacionadas con la desigualdad
inevitable del sistema de producción hegemónico. La desnutrición, por
ejemplo, tiene efectos sobre el desarrollo cognitivo de un niño, y
sabemos bien que hay sociedades más desnutridas que otras. Igualmente la
cultura, a pesar de todos sus sueños humanistas, se ha convertido en un
producto de consumo, lo cual provoca que surja y se destine a personas
que puedan adquirirla.
Quizá por eso hay un punto en el que ser inteligente parezca más
atractivo que ser culto. ¿Para qué cultivarse, si la cultura también
sirve para humillar y diferenciar? ¿Para qué cultivarse si, con eso,
también se alimenta esa maquinaria despiadada de
producción-consumo-deshecho? Conflictos en donde la cultura está
involucrada y, por eso mismo, no parece probable que sea un camino para
solucionarlos.
¿Y la inteligencia? Quizá ahí se encuentren otras
posibilidades. A pesar del dicho de Proust —“Cada día atribuyo menos
valor a la inteligencia”—, quizá la inteligencia sea ese salvoconducto
que nos lleve fuera de las posturas falsas y los simulacros de la
cultura contemporánea.
A propósito de este asunto, hace unos días Nicholas Lezard publicó en The Guardian un
artículo en que habla de la diferencia entre la inteligencia y la
intelectualidad a partir de Esperando a Godot, la célebre pieza de
Samuel Beckett. Como sabemos, Esperando a Godot se considera uno de los
mejores usos del absurdo dentro de la literatura, una obra
revolucionaria tanto estética como culturalmente, pues retrató con
frialdad el extremo del nihilismo al que había llegado la civilización
europea del siglo XX.
Lezard recuerda la atracción que de inmediato sintió por Esperando a Godot, un ambiente que a pesar de su parquedad —o quizá debido a esta— de inmediato lo hizo sentir bien recibido, acaso no totalmente cómodo pero sí en un territorio inesperadamente familiar. “Desde la primera página estaba hipnotizado, sorprendido”, escribe Lezard, a quien la extrañeza de los diálogos beckettianos, simples y no tan simples al mismo tiempo, lo condujo a un territorio que imprevisiblemente no era del todo desconocido.
En breve, estaba enganchado. Ahí tenía a un autor que era irreverente, escatólógico y sin embargo profundo; alguien completamente desinteresado en las convenciones de la literatura y sin embargo capaz, justo por medio del lenguaje, de mantener nuestra atención a pesar de que nada esté sucediendo. […] Y conforme descubrí detalles de su vida, primero por la biografía semi-autorizada de Deirdre Bair, me di cuenta de que no sólo su trabajo era ejemplar, sino también su vida. Ahí estaba alguien que se había purgado a sí mismo de vanidad, tanto la suya como la del mundo; un hombre de una integridad intachable, tanto en su obra como en su vida.
Con estos antecedentes, Lezard acepta que Beckett sea considerado un autor “intelectual”; “pero sospecho que es porque muchas personas no conocen la diferencia entre ser inteligente y ser intelectual”. ¿Y cuál es esa diferencia? Dice Lezard:
Más tarde descubrí que Beckett era, de hecho, furiosamente intelectual, pero que había dejado atrás la academia, aborrecido la oscuridad de la jerga y ciertamente no era el tipo de intelectual de posición a quien las televisoras piden su opinión.
Un guiño de inteligencia por parte de Beckett, parece decirnos Lezard. El gesto de tributar la cultura a la autenticidad para aceptar así que, a lo sumo, podremos responder dos o tres preguntas en la vida, poco más o poco menos, y será suficiente, y será más auténtico que todas esas preguntas que dicen responder las personas cultas y los intelectuales.
¡AHÍ QUEDA DICHO!
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